GALERIA (HAZ CLIC PARA EXPANDIR)

Joseph Lane

Traducido del inglés por Jocelyn Montalban y Juan G. Sánchez Martínez

Joseph Lane es un joven artista ojibwe de Thunder Bay, Ontario, Canadá. Asistió al Visual College of Art and Design en Vancouver, Columbia Británica, donde pudo explorar varios medios artísticos, incluyendo la animación 2D tradicional, los guiones gráficos, la escultura, el modelado 3D y el dibujo natural. Joseph se graduó como aparejador en el 2016; es un profesional encargado de crear y configurar los sistemas de control que permiten animar personajes y objetos en una producción animada. Un aparejador es fundamental para dar vida a los personajes y objetos en el mundo animado, asegurando que puedan moverse de manera verosímil y expresiva. Hoy en día, Joseph crea piezas de arte digitalmente utilizando el software de diseño gráfico ProCreate. A lo largo de su trayecto, Joseph ha descubierto el poder del arte como herramienta fundamental para la expresión personal, la sanación, la unión entre culturas y como catalizador para la participación comunitaria.

Nipi © Joseph Lane (Sabe)

Declaración del artista

Boozhoo, Joseph Lane nindizhinikaaz, Anemki Wekwedong nindoonjiba. (Saludos, mi nombre es Joseph Lane, soy de Thunder Mountain, también conocida como Thunder Bay, Ontario, Canadá). Soy un artista anishinaabe de la Isla Tortuga (Norteamérica). Después de 33 años con Aki (nuestra Madre Tierra), finalmente siento que tengo una identidad. No fue sino hasta esa noche en que presenté en mi lengua nativa mi obra artística ante cientos de personas, que finalmente me conocí a mí mismo. Lo que parecía al comienzo un gesto simbólico y vacío se convirtió en algo más. En ese momento, recuperé mi voz. Convertí ese escenario en un espacio, no para mi reconocimiento, sino para mi propia liberación. Me paré frente a una multitud de extraños y recuperé mi identidad. Y, por primera vez, pude conocerme a mí mismo. Nunca pensé que los garabatos en mis cuadernos escolares un día me llevarían a convertirme en artista y abrir mi propio estudio.

Nacido en Brampton (Ontario, Canadá) el 2 de noviembre de 1991, crecí como un joven urbano. Desde muy joven, me mudé constantemente entre Brampton y Thunder Bay, hasta que finalmente me establecí con mi madre en Thunder Bay a la edad de 10 años. Mientras crecía, debido a este movimiento constante y a mi crianza en un entorno urbano, tuve muy poca relación con mi cultura indígena. No teníamos mucho. Mi madre nos crió a mi hermano mayor y a mí como madre soltera, lo que significaba que siempre estaba trabajando para mantenernos. Mi padre entraba y salía de mi vida, a veces por trabajo, otras veces porque simplemente no estaba presente. Hubo años en los que solo lo veía una o dos veces, y otros años en los que no lo veía en absoluto, o si lo hacía, era solo por un día.

Por parte de mi padre, mi Kookum (abuela), MaryJane Mainville, sobrevivió al sistema de las escuelas residenciales. Pero no fue la única. Mi familia carga con profundas cicatrices de esas instituciones. La hermana de mi Kookum, una poeta publicada, junto con su hermano y otros familiares, también sobrevivieron a esas escuelas.

No toda mi familia regresó a casa. Como tantos otros, tengo familiares que nunca regresaron de las escuelas residenciales. Todos esos niños que nunca hicieron el camino a casa merecen ser recordados. Sus nombres, sus vidas, fueron arrebatados, pero nunca serán olvidados. No fue sino hasta que me senté junto al lecho de muerte de mi Kookum que fui confrontado con el peso de esas experiencias. En esos momentos finales, escuché algunas de las historias más oscuras que esos niños soportaron. Estas historias no sólo se quedaron en mi mente, sino que se asentaron en mis huesos. Al mismo tiempo, en ese preciso instante, presencié algo amargo y dulce a la vez. Mientras mi abuela hablaba, ella volvió a su ancestro, hablando con fluidez en anishinaabemowin, como si no hubiera pasado el tiempo. No pude entenderla, aunque ella sonreía mucho. Ojalá hubiera grabado sus palabras. No siempre tuvimos una buena relación, pero a medida que crecía, comencé a entender por qué.

Por todo esto, mi familia ha lidiado con el trauma intergeneracional, y de niño, sentí el peso de esta historia incluso antes de comprenderla. Al crecer en Brampton, rodeado de culturas diferentes pero desconectado de la mía, a menudo me sentía perdido. ¿Quién era yo? ¿Dónde encajaba?

Desde pequeño, siempre me decían: “Hay alguien que la está pasando peor que tú”. Si bien esto es verdad en ciertas circunstancias, también enseña a las personas a minimizar sus propias dificultades, reprimir sus emociones y vivir en un ciclo de comparación y autocrítica. Pasé años cargando en silencio con mis propios agobios, creyendo que mi dolor no importaba porque otros lo pasaban peor.

El arte cambió eso.

Nunca pude ayudar a mi Kookum a sanar. Nunca pude ayudar a los amigos y familiares que perdí en el camino. Así que ahora, hago esto por ellos.

Mi arte es mi intento de ayudar a otros a encontrar el camino hacia su propia identidad. Son piezas que promueven la conversación, la interacción entre nosotros. No hay “yo” en MÍ, pero sí COMUNIDAD.

Al iniciar este viaje artístico, no solo estaba dibujando, sino sanando. Cada pieza se convirtió en una forma de procesar mi dolor, de reclamar mi identidad y de expresar aquello para lo que nunca había tenido palabras. Mi sanación no solo se quedó conmigo, sino que se extendió hacia afuera.

Cuando sano el YO, sano el NOSOTROS.

El YO es Nosotros.

Nosotros somos Ellos.

Ellos son Nosotros.

 

I grew up as an urban youth, born in Brampton, Ontario, on November 2, 1991. From a young age, I moved back and forth between Brampton and Thunder Bay until I eventually settled with my mother in Thunder Bay at the age of 10. Because of this constant movement and my upbringing in an urban setting, I had very little exposure to my Indigenous culture growing up. We didn’t have much. My mom raised my older brother and I as a single mother, which meant she was always working to provide for us. My father was in and out of my life —sometimes because of work, other times because he simply wasn’t around. There were years when I would only see him once or twice, and other years when I didn’t see him at all —or if I did, it was just for a day.

 

On my father’s side, my Kookum, MaryJane Mainville, was a survivor of the residential school system. But she wasn’t the only one. My family carries deep scars from those institutions. My Kookum’s sister—a published poet, along with her brother and others in my family, also survived the schools.

 

But, not all of my family made it home. Like so many others, I have family members who never returned. All those children who never made it home deserve to be remembered. Their names, their lives —they were taken, but they are not forgotten. It wasn’t until I sat by my Kookum’s deathbed that I was truly confronted with the weight of those experiences. In those final moments, I heard some of the darkest stories of what they endured. These weren’t just stories that stayed in my mind —they settled into my bones. But in that same moment, I also witnessed something bittersweet. As she spoke, she reverted back —fluent in Anishinaabemowin, as if no time had passed. I couldn’t understand her, but she smiled a lot. I wish I had recorded her words. We didn’t always have a good relationship but, as I grew, I began to understand why.

 

Because of this, my family has struggled with generational trauma, and as a child, I felt the weight of that history even before I fully understood it. Growing up in Brampton, surrounded by many different cultures but disconnected from my own, I often felt lost. Who was I? Where did I fit in? 

From a young age, I was always told, “Someone has it worse than you.” While this may be true in certain circumstances, it also teaches people to minimize their own struggles, suppress emotions, and live in a cycle of comparison and self-criticism. I spent years carrying burdens in silence, believing my pain didn’t matter because others had it worse.

Art changed that.

I never got to help my Kookum heal. I never got to help the friends and family I lost along the way. So now, I do this for them.

My art is my attempt at helping others find their path to their identity. It’s a conversation piece —something to promote engagement between each other. There’s no “I” in ME, but there is in COMMUNITY.

When I started this art journey, I wasn’t just drawing —I was healing. Each piece became a way to process my pain, to reclaim my identity, and to express the things I never had words for. My healing didn’t just stay with me; it extended outward.

When I heal the ME, I heal the WE.

Me is We.

We are They.

They are Us.

My journey as an artist isn’t just about creating —it’s about reconnecting, healing, and helping others see that they are not alone.

Mi camino como artista no se trata solo de crear, sino de reconectar, sanar y ayudar a otros a ser conscientes de que no están solos.

Existe la creencia de que no se puede dar a los demás si el recipiente de uno no está lleno, y se hace énfasis en el equilibrio personal como un requisito previo para dar. Pero esta visión puede pasar por alto el hecho de que incluso cuando nos sentimos rotos o solamente “más a o menos completos”, todavía tenemos algo valioso que ofrecer. Un vaso roto puede que no contenga mucho, pero aún así puede dar de maneras significativas. Si cuestionamos la idea de que necesitamos estar “completos” para hacer la diferencia, entonces reconocemos que, a menudo, es a través de nuestras luchas e imperfecciones que podemos conectarnos profundamente con otros. Nuestra propia fragilidad permite que la empatía, la resiliencia y la comprensión fluyan hacia afuera, tocando a los otros de una forma que un recipiente perfecto e intacto no lo lograría.

 

A veces, ayudar a los demás no se trata de desbordarnos, sino de mostrarnos tal como somos, con todo y grietas. Es un recordatorio de que nuestro valor no reside en lo “llenos” que estemos, sino en nuestra voluntad de compartir lo que tenemos, incluso si es limitado y no convencional. No necesitamos estar completos para hacer la diferencia; las formas más genuinas de compasión y apoyo provienen de quienes han tenido que recomponerse.

Sometimes, helping others isn’t about overflow but about showing up as we are —cracks and all. It’s a reminder that our worth lies not in how “full” we are, but in our willingness to share what we can, even if it’s less conventional or limited. We don’t need to be complete to be impactful; the most genuine forms of compassion and support come from those who’ve had to put themselves back together.

Alojamiento Web por    || Indigenous Environmental Network

Arte Web por                   || Achu Kantule